martes, 31 de mayo de 2011

PALABRA DE POETA.



Hoy me he propuesto escribir un artículo sin hablar de Mery y lo voy a conseguir.
No voy a hablar de la elegancia de sus manos, ni de la suavidad de sus dedos, esa suavidad casi etérea que tiene los mismos efectos que las aguas termales y que provoca un efecto sedante en mi piel.
No, no voy a hablar de ello.
Tampoco voy a hablar de su forma de andar. Porque Mery no anda: Mery se desliza por al asfalto de Madrid como si fuera una pista de hielo imaginaria. Sus piernas de Pavlova giran a mi alrededor, dando vueltas y vueltas, con la elegante ingenuidad de una Cenicienta descalza. Y al contrario que en el cuento de Perrault, su hechizo no desaparece a medianoche. Cuando llega esa hora, su capacidad de fascinación se multiplica en intensidad.
Pero he dicho que no iba a hablar de ella y lo voy a cumplir.
No voy a hablar de cómo sus pies me recuerdan a aquel cuento de Andersen, donde relata la historia de una niña a la que le regalan unas zapatillas rojas, sin advertirle de que una vez que se las ponga, ya no podrá dejar de bailar. Tampoco voy a decir que es así, precisamente, como alcanzan el éxtasis los derviches giróvagos: dando vueltas sobre sí mismos, con los brazos extendidos, danzando sin parar. Los círculos que forman a su alrededor me recuerdan a los ojos de Mery, que giran cuando te miran, expandiéndose como las ondas que aparecen de golpe en un estanque. El misterio de las ondas de agua ya lo usaron los egipcios como símbolo en sus jeroglíficos. La diferencia es que el misterio de mi Musa no se puede descifrar. Ante sus ojos, lo único que uno puede hacer es sentir lo que sentía Pascal cuando observaba el cielo: ese “estremecimiento metafísico”, "esa angustia ante el silencio eterno de los espacios infinitos”.
Podría repetir que todo en Mery es ondulación, pero me he prometido a mí mismo que no voy a hablar de ella y lo voy a cumplir.
Teniendo en cuenta que cualquier onda es una perturbación que se desplaza o propaga de un punto a otro, también podría decir, mientras escribo este artículo que no está dedicado a ella, que todo en Mery es perturbación. Podría decir que en los movimientos ondulatorios hay dos procesos: la dispersión y la absorción, y que ella dispersa su belleza con la misma fuerza que absorbe mi atención y anula mi voluntad. Aunque esto último no me preocupa. Según los místicos, renunciar a la propia voluntad es requisito indispensable para una correcta oración. Y por la noche, cuando me pongo a orar, Mery se aparece ante mí como las vírgenes se aparecían ante los suplicantes ojos de Zurbarán.
Qué fácil es dejar de ser ateo cuando uno es capaz de levitar, pienso, cuando miro su foto, cualquiera de esas fotos que pierdo deliberadamente por todos los rincones de mi casa para toparme con ellas en el momento más inesperado. Y cuanto más la miro, más convencido estoy de que la poesía es, ante todo, devoción. Pero arrodillarse, aquí, no es el secreto. Al contrario: el secreto es ascender. Nadie aprende a levitar dando saltos. Cuando cierro los ojos, el rostro de Mery anuncia el milagro epifánico y asciendo al Paraíso como Dante, así: encadenando milagros. Y a partir de ese momento, su presencia me galatiza.
Yo no vivo ya: es ella la que vive en mí”.
Al igual que Miguel Ángel no sabía dónde acababa la pintura y dónde empezaba la arquitectura, con Mery es imposible saber dónde empieza lo divino y dónde acaba lo humano. Lo único que sé es que cuando la idolatría se convierte arte, deja de ser pecado. Víctor Hugo aconsejaba poner todo nuestro dinero encima de una mesa y mirarlo detenidamente para saber quién sirve a quién: quién de lo dos, observador u observado, es el verdadero dueño. Yo no necesito contemplar una foto de Mery para reconocer que de su belleza soy esclavo.
Pero hoy me he prometido a mí mismo no hablar de ella y lo voy a cumplir.
No voy a hablar de sus ojos, que observo como el lama tibetano observa un mandala. Los mandalas son los espejos donde la intuición se observa a sí misma. Y al contrario de los que usamos a diario: en vez de reflejar nuestro rostro, nos invitan a olvidarnos de él. Los ojos de Mery son como dos mandalas giratorios que atrapan mi mirada, haciéndome caer en trance. Sé que para conseguir levitar no hay que entrenar el cuerpo. Al contrario: hay que olvidarse de él. Y los ojos de Mery, al igual que el Paraíso de Dante, se componen de círculos concéntricos que giran sin cesar, saturnizando todos y cada uno de mis sueños. Qué casualidad que el Paraíso de Dante tuviera tantos círculos como Musas la antigua Grecia.
Yo observo los ojos de mi Musa como los dendrocronólogos observan el interior de los árboles, buscando el tiempo en sus anillos. Hasta en las fotos en blanco y negro, sus pupilas brillan como sortijas. Y aunque se engarcen en su rostro como piezas de alta joyería, los kilates de sus ojos no se pueden valorar, porque no tienen medida.
Cuántos meteoritos han debido caer sobre la Tierra para que ella pudiera nacer con unos ojos así. Los ojos de mi Musa brillan como chimeneas volcánicas y cuando escribo sobre ellos me doy cuenta de que las gemas más preciosas no están en las minas. Porque las joyas preciosas se pueden pulir, pero ésas no son las más preciadas. Las más valoradas, por ser las menos frecuentes, son las que nos pulen a nosotros. He aquí la función de la Musa: pulir nuestros versos con la misma fuerza que un diamante corta un cristal. El soplo de su inspiración es tan delicado como el canto de una sibila y sus ojos pulen y tallan mi prosa con el mismo amor que Miguel Ángel esculpía su Piedad. Gracias a ellos he descubierto que para tocar el cielo no es necesario ponerse de puntillas. Gracias a ellos, sé que la apeirofobia se puede curar.
La apeirofobia es el temor al infinito, a la inmensidad. Y acercarse a los ojos de Mery es como asomarse al vacío, ese estado de ánimo donde las posibilidades abundan como estrellas y no se sabe dónde acaba la religión y cuándo empieza, por fin, la eternidad. Se dice que a simple vista, en una noche clara y sin Luna, podríamos ver hasta dos mil estrellas. Lo que no sabemos es cuántos cielos pueden verse en unos mismos ojos, esos ojos a los que ahora me asomo, para sentir el vértigo de lo inmortal.
Pero hoy me he propuesto no hablar de Mery y lo voy a cumplir.
No voy a hablar de sus pestañas, que tintinean y se agitan como las alas de Campanilla, dejando un rastro de purpurina en mis ojos. No voy a hablar del polvo de hadas que esparce cuando parpadea, como si estuviera plantando semillas de belleza a su alrededor. Cuando paseamos del brazo y se detiene para señalarme un monumento o un edificio interesante, ella advierte que estoy más pendiente de su mano que del monumento. Lo sé, lo sé. Un dicho zen advierte que sólo los tontos confunden la Luna con el dedo que la señala, pero yo soy incapaz de admirar dos obras de arte a la vez. Mery tiene manos de prestidigitadora, y por la forma tan sutil de mover sus dedos, siempre parece que está a punto de hacerme un truco de magia. Pero la magia de sus manos no consiste en lograr que desaparezcan cosas en su interior. Al contrario. Cuando observo la expresividad de sus movimientos, es el mundo el que desaparece a mi lado. Desaparece para renacer de nuevo. Pues aquí reside, realmente, su verdadero poder: lograr que aparezcan ante mis ojos cosas que antes no existían, o que yo, ignorante, no conseguía ver.
Por ejemplo, cuando vamos paseando y siento el calor de sus dedos junto a los míos, las farolas se iluminan de golpe y la primavera se sonroja, sorprendida, al mirarse en el asfalto.  
- El mérito está en tus ojos –, se ríe.
Pero yo sé que es la magia de sus manos. Esa magia que hace suspirar a los maniquíes, cuando se detiene frente a un escaparate.
- Qué exagerado eres –,vuelve a reír.
Aunque yo no miento ni exagero cuando afirmo que su belleza desafía las leyes de la física. Además, ésta no es incompatible con la magia. Para Einstein, el más bello sentimiento que uno puede experimentar es sentir el misterio. “Aquél que no posee el don de maravillarse, de encantarse –afirmaba- más le valdría estar muerto”.
Pero la magia de Mery no tiene truco. Mientras el ilusionista hace posible lo inexplicable, Mery cotidianiza lo maravilloso. Sus manos son el estanque donde abrevan todos los poetas sedientos de esa agua que no calma la sed por ser agua, sino por ser espejo del Sol. En ellas bebo como un cervatillo herido por los disparos de su ausencia, porque ellas son el oráculo donde la esperanza se revela como una exquisita flor de lis, anunciando que todo es posible a su lado. En la alquimia, la flor de lis simboliza la luz, la perfección, el esplendor, la pureza, la inocencia, la gloria… Podría seguir hablando de sus manos, sí.
Pero hoy me he hecho a mí mismo la promesa de no hablar de Mery y la voy a cumplir.


De Los artículos de José Escuder.
(Todos los derechos reservados) 

5 comentarios:

  1. ...las más valoradas, por ser las menos frecuentes, son las que nos pulen a nosotros. He aquí la función de la Musa: pulir nuestros versos con la misma fuerza que un diamante corta un cristal...

    Y no hablaste de Mery sino de lo que te inspira y rebosa tu alma.

    Hablaste de tu piedra filosofal, de tu toque de Midas y me sorprende que en tan amplio panorama dejaste para otra ocasión la palabra Gracia tan presente en este retrato esplendoroso del ser a través del que canalizas lo Divino tan cumplidamente. Las demás musas habrán dejado de bailar mirando seriamente a Mery, jajaja!!

    fraternalmente, Al.

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  2. TUS PALABRAS SON UN CANTO AL AMOR Y UN TRIBUTO PARA ESA MARAVILLOSA MUSA QUE INSPIRA TU OBRA. GRACIAS JOSÉ!. MARÍA JULIA.

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  3. BELLAMÉNTE POÉTICO,

    GRACIAS POR TU PROSA MERYDIANA,PROLÍFICA E ENRIQUECEDORA.

    UN ABRAZO QUE NOS RECUERDE QUE: EL AMOR ES LO ÚNICO QUE IMPORTA

    TU AMIGO PEPE

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  4. Rodrigo Bermúdez D-B31 de mayo de 2011, 21:14

    Sin dudas querido José, tu musa es un ser encantador, a quien de manera poética pero amplia y detallada a la vez, supiste describir perfectamente para nosotros, tus lectores.
    Siento que tu admiración hacia ella, es tan poderosa, que pese a tus expresos intentos por no desear referirte a ella, terminas describiéndola de forma perfecta. Sin dudas, al ver a tu musa, se puede concluir que es definitivamente un canto a la elegancia, a la exquisitez y a la ternura. Esa ternura, que siempre se manifiesta y se expresa de mejor manera, en los ojos, en la mirada …..
    De todas las cosas bonitas que expones en tu bello artículo, me quedo con una, respecto de la cual un queridísimo y admirado amigo mío que se marchó hace casi dos años ya de este mundo, nos recordaba siempre a los amigos: "JAMÁS PERDÁIS LA CAPACIDAD DE ASOMBRO". Así nos aconsejaba Daniel, coincidiendo con el pensamiento del gran Einstein: “Aquél que no posee el don de maravillarse, de encantarse, más le valdría estar muerto”. Sin dudas querido José, este don que debemos ejercitar a diario, NOS PERMITE CONTEMPLAR LAS COSAS EXTERIORES A NUESTRO SER, EN LA JUSTA MEDIDA, PUES GRACIAS A LOS SENTIDOS, Y EN ESPECIAL AL MILAGROSO DON DE LA VISTA, PODEMOS MARAVILLARNOS DÍA A DÍA, TANTO CON LA GRANDIOSIDAD, COMO CON LAS COSAS MÁS SIMPLES. La vida es un milagro, y uno de los secretos para saber vivirla, es aprender a apreciar las cosas de este mundo en todo lo que valen, tal como nos lo aconsejaba Blake: “VER EL MUNDO EN UN GRANO DE ARENA, UN CIELO EN UNA FLOR SILVESTRE, TENER EL INFINITO EN LA PALMA DE LA MANO Y LA ETERNIDAD EN UNA HORA”. Mil gracias por tu artículo querido José y, desde luego, ¡¡enhorabuena por tu perfecta redacción y por la sinceridad de tus palabras!! Con gran afecto, Rodri*

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  5. YA SABES LO MUCHO QUE VALORO TUS OBRAS Y CREO QUE MI MEJOR HOMENAJE ES SUBIR ESTA CARICIA EN MI MURO..... CON TODO EL RESPETO , ADMIRACIÒN Y CARIÑO QUE TE TENGO UNA VEZ MÀS TE DIGO GRACIAS JOSÈ.... UNA PERLA..SILVIA MOSQUERA

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