jueves, 23 de junio de 2011

CAELUM.

Mi amiga y yo quedamos una vez al mes en el Barrio Gótico de Barcelona, siempre en el mismo sitio, con el mismo perfume, el mismo día y a la misma hora. El lugar es Caelum, el perfume es Van Cleef y el día y la hora los voy a obviar, por si su marido lee este artículo.
Caelum es una tienda en la que, además de degustar unos deliciosos dulces hechos por monjas, puedes bajar a saborear tu café al sótano, un espacio abovedado donde hace seis siglos se bañaban los judíos, y donde la suave música y aún más suave luz te permiten besar la mano de la persona que tienes delante, mientras le recuerdas, sin poder ver cómo se sonroja, lo mucho que la has añorado. Para los turistas, Caelum es una exquisita cafetería. Para nosotros, el lugar donde nos conocimos.
Nada más sentarnos, Clara me hace la misma pregunta:
- Por favor, recuérdame qué fue lo que aquel día te enamoró de mí.
- La suavidad con que pasabas las págimas del "Diario", de Jules Renard.
- ¿Y...?.
- Y la forma de acercar la taza de té a tus labios.
Aquel día, Clara era la única mujer que acercaba la taza a sus labios. El resto, lo hacía al revés. Son detalles que no pasan desapercibidos.
No para mí.
Hoy, en este sótano de piedra, la música sigue siendo tan exquisita como la repostería, y cuando empieza a sonar el "Miserere" de Allegri, tomo la mano derecha de Clara y la llevo a mi boca con la misma lentitud que ella acerca la taza a la suya. Hay bellezas tan espectaculares que pueden llegar a anular la personalidad de quien las posee, sí, pero, yo, prefiero la belleza discreta. Prefiero descubrirla, en vez de que me la impongan. Ahora me pregunto cuántas caricias hay reprimidas en sus manos, manos que observo con la curiosidad de un gemólogo y el cuidado de un lector de Braille. Su escalofriante suavidad, su luz, la dulce coreografía de esos dedos que se acarician a sí mismos...
Sin que ella se dé cuenta, sus dedos dibujan caprichosas formas en el aire, como el humo de un incienso oriental. Sus manos no necesitan de joyas, porque sabe, aunque jamás lo reconozca, que cada uno de sus dedos, así, desnudos, son ya una obra de arte, un trabajo de exquisita orfebrería. Y su majestuosidad es tan evidente, que no siempre estoy seguro de si debo besarlos o hacerles una reverencia.
Debido a la profesión de su marido, Clara siempre rodeada de antiguedades. Pero hoy estamos aquí para gozar de otro tipo de arte. El arte que respira. El arte por el que, según ella, toda mujer suspira:
- "Hay versos que pronuncian por sí solos, la sentencia de amor condenatoria. Hay besos que se dan con la mirada. Hay besos que se dan con la memoria. Hay besos silenciosos, besos nobles. Hay besos que se dan sólo las almas. Hay besos, por prohibidos, verdaderos..."
Le recito todo el poema de Gabriela Mistral de memoria, como se recitan los versos...
- Ésos que de tanto recitarlos, no son versos en mis labios, sino gritos en tu pecho.
Clara me recuerda que la autora de este conmovedor poema fue profesora de Pablo Neruda, y que fue ella quien le inició en el camino sin retorno que es la poesía. No puede citar las fechas exactas, pero me recuerda que muchos años después ambos conseguirían, sin que nadie se sorprendiera, el premio Nobel de Literatura.
Además, hoy le he traído las emotivas cartas que Gabriela le escribió a otro poeta, Manuel Magallanes: su gran amor. Gabriela anhelaba a Manuel con arrebatada pasión ("no sé si cuando nos veamos te besaré hasta fatigarme la boca, o si te miraré hasta morirme de amor") y lo amaba tanto como lo deseaba ("tuya, tuya, completamente, inmensamente tuya"). Pero temiendo decepcionarle en persona, jamás se atrevió a conocerle.
Hay quien siente pasión por los amores destructivos, como el de Wilde con Lord Alfred Douglas o el de Rimbaud con Verlaine. Pero Clara y yo preferimos los amores imposibles. Ahora la miro a los ojos, unos ojos que siempre he relacionado más con la botánica que con la oftalmología. Y beso de nuevo su mano.
- ¿Cuántas veces has besado mi mano hoy?.
- Espero hacerlo tantas como cartas de amor escribió Juliette Drouer a Victor Hugo.
Algún día le explicaré que la tal Juliette, según dicen, escribió casi dieciocho mil cartas de amor a Hugo. Pero hoy no es el momento. Ahora le doy la vuelta a su mano y observo sus relieves, como si estuviera observando la cara oculta de la Luna. Paso mi dedo por la línea de la vida, de la salud. Y cuando llego a la línea del amor, me detengo para compararla con la mía.
- ¿Vas a adivinarme el futuro?.
- Cuando estoy contigo, sólo soy capaz de leer el pasado. Porque tu recuerdo es tan intenso, que ha hecho nudos en la palma de mi mano.
Los ojos de Clara, generalmente oscurecidos por la nostalgia, se iluminan ahora de sinceridad. Y en el derecho, de repente, florece una lágrima. Ella hace el gesto de secársela, pero yo se lo impido. La belleza externa, decía Boecio, es tan efímera como una flor de primavera. Y pocas cosas tan efímeras, y a veces tan bellas, como ver, tan de cerca, el sudor del corazón. Las lágrimas de Clara no caen a chorro ni provocan dificultad respiratoria. Sus lágrimas florecen de una en una, lentas y silenciosas, como minúsculos tulipanes de sutil transparencia. Por razones que no voy a citar aquí, he visto a muchas mujeres llorar. Algunas, como diría el poeta, pueden esconder en sus ojos todo el sabor del Loira.
Otras, un océano de soledad.
Tras recitarle cuatro veces el poema "Besos", las lágrimas de Clara se descuelgan de sus ojos como notas de un pentagrama sin autor. Luego le leo las apasionadas cartas de amor que la poetisa le enviaba a su querido Manuel. Cuando termino, acerco su mano a mis labios y la belleza de sus uñas me hace sospechar si no serán lágrimas disecadas por la nostalgia.
- El poeta es un fingidor, decía Pessoa, y finge tan completamente, que hasta finge que es dolor, el dolor que en verdad siente.
Clara toma mi mano y la acerca a su cuello:
- Tenía razón José Martí: un grano de poesía basta para perfumar todo un siglo.
Y el perfume que ella y yo compartimos no sólo nos envuelve, sino que además nos arropa en una especie de nebulosa que nadie más puede ver. Compartir un perfume es compartir una atmósfera, gracias a la cual nuestros cuellos se acarician sin llegar a tocarse. Nuestra piel se funde y se confunde en este jardín invisible donde las flores se desmayan con la bendición de Darío.
Y ahora, llega el momento de despedirnos.
Celaya no mintió cuando dijo que la poesía es un arma cargada de futuro. Pero tampoco dijo toda la verdad. La poesía es un arma cargada de pasado, de mucho pasado. Y cuando los recuerdos están cargados de poesía, nunca sabes en qué verso la pólvora te puede estallar. Clara y yo nos preguntamos cuántos poemas, pudiendo ser sublimes, se han conformado con ser perfectos por ahogar su impulso lírico en las frías aguas de la métrica. En la poesía, como en la boca de una mujer, no hay que buscar la rima, sino el vértigo. Cuando Clara me abraza, suspira con todas sus fuerzas, como si quisiera llevarse con ella todo el oxígeno que corre por mis arterias.
- Busco el calor de tus palabras, como Julieta buscaba el veneno en los moribundos labios de Romeo.
Y caminando de espaldas, se va alejando poco a poco de mí. Tan poco a poco, que tarda más de un minuto en avanzar diez pasos. Me lanza un beso, se lo devuelvo. Le envío una sonrisa, me la devuelve...
Dobla la esquina de la Plaça del Pi y asoma de nuevo su larga melena. Vuelve a sonreír, vuelvo a saludar...
A veces me gustaría preguntarle si es feliz. Pero nunca me atrevo. Felicidad es una palabra sin acento, y el secreto de la felicidad, como el de la poesía, consiste en saber dónde y cuándo ponerlo. En el momento en que Clara desaparece entre la multitud, me pongo la bufanda y su perfume asciende por mi cuello como una súbita hiedra. Faulkner decía que entre la pena y la nada, prefería la pena. Clara y yo preferimos Caelum.
Aunque ella no sepa que en latín significa: "el cielo en la tierra".





De "Los artículos de José Escuder".

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