martes, 16 de noviembre de 2010

CON LAS MANOS EN LA MUSA II










Pitágoras aseguraba que el movimiento de los planetas, al girar sobre la Tierra, produce un dulce sonido, un sonido cuya belleza, aunque no podamos escuchar, tampoco podemos escapar de ella.

Mery es una estrella que no gira alrededor del Sol , pero camina sobre la Tierra, dejando tras de sí una estela parecida a los poemas sinfónicos de List. Con su música, List evocaba imágenes. Con sus dedos, Mery evoca música. Un música de melodías suaves, nunca repetitivas ni ravelianas, pero siempre hipnóticas. A diferencia del pianista, los dedos de Mery no se mueven alrededor del teclado. Sus dedos, más que moverse, se deslizan en el aire, sinuosos y elegantes, como tentáculos de medusa. Otras veces aparecen ante mis ojos, firmes y luminosos, como los rayos que atraviesan el cielo del Escorial, en una tarde de otoño. Y es esa luz la que me atrae, es esa lentitud la que me envuelve. La polifonía de sus dedos acariciando una lira que sólo yo puedo ver, la melancolía de esas uñas que brillan como lágrimas. Es tanta la adoración que siento por sus manos, que ni en sueños me atrevo a besarlas. Me conformo con pasar mis labios por encima, rozarlas levemente, como el arco del violín roza las primeras notas de un aria.

Cuando nos sentamos en el Café Gijón y le hablo de poesía, sus dedos se contonean, delicados y vulnerables, semejantes a la llama de una vela. La poesía es una enfermedad que si el tiempo no la mata, la muerte la renueva. Cuando la poesía es sobrenatural, sigue siendo poesía, pero deja de ser mortal. Y si la belleza no es consciente de sí misma, no sólo no disminuye, sino que aumenta su intensidad. Los dedos de Mery se pueden contabilizar, pero la delicadeza de sus gestos sólo se puede sentir. Mery mima sus uñas como el joyero sus ópalos, sin saber que el ópalo es una de las gemas más bellas que existen, la única conocida capaz de reflectar los rayos de luz y transformarlos en los colores del arco iris. Los dedos de Mery son como varitas mágicas que poetizan todo lo que tocan e iluminan todo lo que señalan. Purifican cuanto rozan y opalizan, sin saberlo, los ojos de cuantos la aman.

"Me siento muy afortunado", le digo, sin atreverme a mirar sus ojos.

Qué narcótico poder tendrá el esmalte de sus uñas, que exalta mis sentidos hasta colapsarlos. El perfume de sus dedos desordena mis sentidos y los vuelve a ordenar, en un puzzle que se descompone con la violencia de cada latido. Cuando se extraña de mi adicción a sus manos le recuerdo que todas las drogas son puras. Somos nosotros, con nuestros miedos, quienes las adulteramos. No hay drogas duras: sólo hay poetas blandos. Y la sonrisa de Mery es la más pura de todas. Tímida unas veces, maternal otras, enigmática siempre, la secreta confitería de sus labios esconde todas las niñas que rieron en ella y que ahora saltan junto a mí. Cuando siento el pulso de sus manos en la mías, no sé por qué, cierro los ojos y doy las gracias. Tampoco sé a quién. O quizá sí lo sepa. Decía Séneca que el Destino arrastra a quienes se resisten y guía a quienes lo aceptan. Y yo me dejo cegar por la blanqura de sus manos, que brillan como un espejo en el desierto, ese desierto donde yacen enterrados todos los poetas.

Salimos del Café Gijón y nos sentamos en una terraza del centro. Y cuando llega el camarero, tampoco me entero de su presencia. Al igual que el anterior, me ha pillado con las manos en la Musa. La Musa que ahora me permite acariciar sus dedos, en silencio, mientras las hojas de los árboles se arremolinan a nuestro alrededor, como si estuvieran celebrando algo. Qué daría yo por tener un bolsillo donde guardar todas las caricias que le hago. Pero los rayos de Sol no se pueden guardar en una caja. Pues en el momento en que tapáramos la caja, desaparecerían sin dejar rastro.

Ahora giro su mano derecha y veo las líneas que la atraviesan. Entonces compruebo que no son para adivinar el futuro: son líneas para escribir versos. Los acentos se clavan en ellas como pinchos de una rosa, y yo se los quito uno a uno, igual que se deshoja un trébol.

"Qué feliz me haces", pienso. Pero no se lo digo.

Busco mis ojos en los suyos y la sensación de desnudez me impide hablar. Es mejor esconder lo que no se puede decir, es preferible no encender lo que no se puede apagar.

Los alquimistas buscaban la piedra filosofal, convencidos de que el verdadero oro no es un metal, sino la luz de la vida eterna. Ahora, gracias al descubrimiento del átomo, sabemos que es posible transmutar el plomo en oro. Pero si lo intentáramos, la inversión, debido al gasto de producción, no saldría a cuenta. La única transmutación que vale la pena es convertir la mentira en verdad.

¨La belleza es verdad, la verdad es belleza", repetía Keats. Según él, esto es todo cuanto sabemos y debemos saber sobre la Tierra. Y ahora, gracias a las manos de Mery, sé que lo importante no es vivir eternamente joven, sino carpediemizar la eternidad.

Cuán lejos tengo ahora sus manos, y qué cerca las siento.

Cada noche, cuando me acuesto, cierro los ojos y me quedo observándolas, hasta que poco a poco desaparecen, como dos gaviotas en el cielo. Luego viajo sin saber que vivo, duermo sin saber que sueño y aúllo como un lobo, no como un lobo hambriento, sino un lobo herido. Todo el mundo sabe qué síntomas sufrimos cuando nos despertamos tras una pesadilla. Pero nadie ha escrito sobre la que ocurre cuando cuando uno se despierta con los mismo síntomas, tras un choque brutal con la belleza.

Y esta noche, de nuevo, he soñado con ellas. He soñado que volaban a mi alrededor y se multiplicaban como mariposas en una sala de espejos. He soñado con sus dedos, que se desplazaban ante mí, sugerentes como la cola de una sirena. Sus dedos, allí, tan cerca y tan lejos, ondeando como la más pacífica de las banderas.

Todo en Mery es ondulación. Hasta el asombro de sus cejas cuando le declaro mi amor. Hasta la discreción de su sonrisa cuando le repito que gracias a sus manos he aprendido que la ondulación es eso: la expansión de la belleza. Y la suya late ante mis ojos como la luz late en la sombra del color. Sístole y diástole de una complicidad eterna.

¿Dónde mueren los latidos cuando arrancas una flor: en el aire o en la maceta?.

Dicen los budistas que no se alcanza la iluminación cuando uno ve la luz, sino cuando uno se convierte en luz. Friedrich, el más tenebroso de los pintores románticos, confesó que si lograba pintar esos cielos tan conmovedores es porque cuando sujetaba el pincel no había distancia entre el cielo y él. La diferencia entre el pintor y el artista es que el pintor también siente lo que pinta, pero sólo el artista consigue pintar lo que siente. Y Friedrich no pintaba lo que veía: pintaba aquello en lo que se convertía. Porque es mejor morir pintando que vivir con sueño. Pero vivir o morir no es la cuestión. Mucho menos un dilema. Todos podemos pintar una risa, pero nadie puede subastar una pena. El artista no quiere representar el mundo en su obra, quiere obrar para para transformar el mundo. Y la presencia de Mery es el viaje chamánico de la belleza: morir en su nombre a cada momento, y cada momento renacer junto a ella.

Para Baudelaire, la cualidad principal del artista es la añoranza de la belleza ideal, esa secreta adicción a la melancolía. Pero yo no soy un poeta ambulante. Soy un trovador que deambula en torno a sus manos, un satélite que teje versos a su alrededor, con la puntualidad que gira un planeta. Nada sé de recursos poéticos, de rimas, ni de métrica. Buscar la perfección es un error. Lo que llamamos perfecto no es más que el límite donde se estrella nuestra imaginación. La belleza está muy por encima de las reglas, y éstas -ay- muy por debajo de la pasión.

Y teniendo en cuenta la pasión de los griegos por los números, siempre me había preguntado por qué eran nueve, y no diez, las Nueve Musas de la Antigua Grecia. Ahora ya lo sé. Como uno de sus dones era la profecía, todas ocultaban que Mery iba a ser la décima.

Los griegos aseguraban que el secreto de la belleza está en la proporción, pero nada dijeron sobre lo que ocurre cuando una belleza es inalcanzable. La de Mery no es pitagórica, sino anárquica. Y la causa de esta acracia no reside en su falta de reglas, sino en su ausencia de límites. El lirismo de sus manos es como la poesía griega, que no estaba dedicada a la lectura, sino a la representación. En sus manos, la poesía deja de ser un género literario y se convierte en una ciencia: la ciencia de la obsesión. Esa necesidad constante de volar, volar sin rebotar, volar sin despertar. En la cumbre de la obsesión, no hay paredes ni suelos: sólo ganas de volar. Soñar, reír y flotar, como flotan los suspiros entre dos bocas sin dueño. La poesía, querida Mery, no es un oficio. La poesía es un suicidio que muere con la razón y resucita con el misterio.

Poesía es la obsesión de lanzarse al abismo, sujetando con fuerza tu mano y sabiendo que al final está el cielo.

2 comentarios:

  1. La pasion y la dulzura que destilan tus palabras son dignas de la mayor de las musas. Es hermoso, un regalo para los ojos de quien lo lea y los oidos de quien lo escuche. Vas subiendo peldaño a peldaño la escalinata de la gloria y lo mas importante, de la perfeccion.Gracias por esta maravilla.

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  2. GRACIAS POR COMPARTIR TU ARTE BESOS!!!

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