Cuando Alejandro Magno le dijo a filósofo Diógenes que pidiera un deseo y éste le rogó que se apartara porque le estaba tapando el sol, Alejandro, en vez de ordenar su arresto o su ejecución, le confesó que en la próxima reencarnación quería ser como él. Entonces el filósofo le preguntó:
- ¿Y por qué quieres esperar a la próxima reencarnación para ser como yo?. ¿Qué te impide serlo ahora?.
- Voy a conquistar el mundo-, explicó Alejandro.
- ¿Y después de conquistar el mundo, qué tienes pensado hacer?.
- Descansar.
- Estás loco –le dijo el filósofo-. Yo no he necesitado conquistar el mundo para poder descansar en este momento. Si tu meta es acabar descansando, yo, en tu lugar, empezaría ahora. Porque lo que no hagas ahora, es posible que no lo hagas jamás.
Nadie puede mirar su tiempo como mira su dinero en la cartilla de ahorros. Pues el tiempo, como los empleados de banca, siempre se equivoca a su favor. La banca siempre gana. Y el tiempo, también. Acumular éste no produce intereses, porque el tiempo, al contrario que el dinero, no se puede acumular. El pasado es recordable pero no recuperable y por eso el futuro no se puede comprar. Tampoco se puede heredar. Distraerse matando el tiempo no es el peor de los asesinatos, sino el más absurdo de los suicidios. Y si es un error creer que uno debe vivir para recordar, también es un error olvidar que en esta vida sólo vale la pena vivir lo que merece ser recordado.
En Física, el tiempo es una coordenada que determina la posición de un suceso en el Universo desde donde lo observamos. Newton creía que era un valor absoluto y Einstein demostró lo contrario. Los relojes de cuarzo miden el tiempo contando el número de vibraciones electromagnéticas emitidas por los átomos de este cristal, pero el tiempo que importa no es el que suena en el reloj, sino el que late en la muñeca.
Para algunos, el más fiable despertador.
Los deterministas aseguran que en esta vida no vivimos ni un minuto de más, y los pesimistas, ni uno de menos. Pero la unidad de medida del tiempo no son los segundos, ni los minutos, ni las horas. Su unidad de medida es la nostalgia. Y en nuestra vida diaria, lo que nosotros entendemos como tiempo es una mera ilusión. El tiempo no pasa. No pasa porque no existe. Lo único que pasa ante nuestras narices son las oportunidades. No hace falta ser Heráclito para saber que el movimiento es la ley que gobierna el Universo. Aunque una cosa es saber que nadie puede bañarse dos veces en el mismo río y otra vivir como los salmones. La vida del salmón es un eterno retorno, una perpetua vuelta a los orígenes donde tiene que luchar contra la corriente del río, los remolinos, las rocas, los trozos de árboles que se cruzan de forma hostil en su camino, en unas condiciones tan adversas donde a veces ni siquiera puede alimentarse. Y todo este sufrimiento para volver al mismo sitio donde nació. En el río de la vida uno puede deslizarse de muchas maneras. Puede navegar, nadar contra corriente, bajar rebotando contra las piedras. Puede hacerlo relajado o teniendo constantemente la sensación de que se está ahogando. Pero en este río no es necesario ser un campeón de natación.
Con aprender a fluir, basta.
En su Principio, Arquímedes estableció que el empuje hacia arriba sobre un objeto sumergido es igual al peso del agua desalojada, dejando claro, con veintidós siglos de antelación, el fundamento del psicoanálisis. En el tiempo de nuestra vida diaria, como en el de la Física, la posición del observador es fundamental a la hora de valorarlo. Dependiendo de su postura emocional, para unos pasa más rápido, para otros no tanto. Y luego hay algunos, los menos, que se olvidan de él y no esperan a morir para eternizar cada momento. Saben que no hay un día que valga más que otro. Saben que todas las horas valen lo mismo y si su precio es tan alto es porque todas, absolutamente todas, son irrecuperables. Saben que hay ocasiones en las que, en vez de salir a buscar, es más importante dejarse encontrar. Y correr detrás del tiempo es tan estéril como huir de él. Porque al tiempo, como al miedo, no se le puede abrazar. El miedo está diseñado como mecanismo de supervivencia, pero es el único asesino que acaba con tu vida y te permite seguir respirando. Respirar como el salmón, cuya motivación es tan fuerte como la de Alejandro Magno. Pero la meta no siempre se consigue luchando. A veces el camino y la meta se confunden y no se necesita llegar el primero para conseguir el premio. Diógenes sabía que no hay que recogerlo en ningún podio. El premio es uno mismo y no hace falta el veredicto de ningún jurado. En esta carrera hay muchos caminos pero un solo corredor. No es necesario saltar obstáculos como hace constantemente el salmón. Y como lo más oculto no tiene por qué ser lo más lejano: a veces el premio se logra cuando, accidentalmente, uno se arrodilla para beber agua del río.
Nuestro pasado está mucho más cerca de lo que pensamos y el descanso, a veces, es el único puente entre lo soñado y lo vivido, lo reído y lo llorado. Lo que nos separa del espejo son los gestos que hacemos ante él. Las muecas, las posturas, la ropa. No miramos lo que vemos, sino lo que nos gustaría ser. Y para averiguar lo que somos no es necesario construir el futuro. Basta con dejar de reinventar el pasado.
Y reconciliarnos con él.
Somos más, mucho más de lo que pensamos, pero menos, mucho menos de lo que creemos ser. Dejar de fingir, dejar de posar, dejar de imitar, es empezar a crecer. No para ser más alto que los demás, sino para dejar de usar a los demás en nuestra carrera por aparentar lo que ellos tampoco han logrado alcanzar. Crecer no significa ser más que los otros sino averiguar lo que uno ya es. No hay que transformarse físicamente, como hace el salmón cuando emprende su regreso desde el mar. No hay que competir, ni vencer. Para dejarse alumbrar por la luz interior no es necesario doctorarse en energía electromagnética. En ocasiones es suficiente con averiguar quién camina contigo.
Y, sobre todo, a quién llevas a cuestas.
Parménides de Elea no consideraba la eternidad como duración infinita, sino como negación del tiempo. El tiempo no existe: sólo existe el movimiento. Algunos desconocen que no es el paso de los años lo que nos asusta, sino los cambios. Pero nada podemos reprocharle a la muerte, pues lo único que hace es quitarnos lo que nunca ha sido nuestro. Y el día que nos acorrala, poco importa lo que tengamos en las manos. Nos iremos como hemos venido. De nada nos servirán esas garras con las que hemos pretendido acumular todas las cosas de este mundo. No hay sitio donde nos podamos agarrar cuando la muerte succiona nuestros sueños. Su reloj de arena funciona despacio, pero todos acabamos enterrados bajo su paciente, e implacable, lentitud. Si de pequeños nos enseñaran a acariciar en vez de a estrangular, a compartir en vez de a poseer, la muerte sería eso: una estación más.
A partir de aquí, el esfuerzo no consiste en hallar el elixir que nos haga eternos. La eternidad no tiene direcciones, sino condiciones, y la primera quizá sea no tirarse de cabeza allí donde no se puede nadar. Aunque uno no necesita moverse para aprovechar lo que otros llaman el paso del tiempo. Einstein demostró que la masa es energía contenida y de ahí nació la bomba atómica. Casi siempre hay más energía en la gente que calla que en la que grita. La diferencia está en el uso que cada uno hace de ella. Para aprovechar el tiempo no es necesario hacer muchas cosas a la vez. Mejor hacer sólo una, sabiendo lo que se está haciendo, que hacer muchas sin saber muy bien por qué. Hay gente que pasa su vida haciendo muchas cosas para luego darse cuenta de que no tiene nada. Uno puede estar trabajando de lunes a domingo todas las semanas, trescientos sesenta y cinco días al año, para que un día, al cabo de muchas décadas, un médico le explique pacientemente lo que no se puede comprar, o un filósofo lo que no es posible conquistar.
Para Diógenes, el agua que bebía no era excelente por su sabor, sino por la sed que tenía cuando la acercaba a sus labios. Demostró que es mejor beber con placer que beber para olvidar. Pues sólo quien es dueño de su presente puede ser amo de sus recuerdos.
Ahora, que ya no hay tierras que conquistar, la mayoría está tan confundida que bebe cuando tiene hambre y come cuando tienen sed. En la escalera de la vida las horas son los peldaños, y muchos los suben de tres en tres, durmiendo sin sueño y soñando sin saber, que ya han soplado las velas de su último cumpleaños.
(De Los relatos de José Escuder)
-Todos los derechos reservados-
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